24 febrero 2007

Homenaje a Guillermo Cabrera Infante


Amor propio

Jorge Ávalos

Cumplir los cuarenta años es alcanzar una edad media personal. Me lo anuncié a mí mismo cuando era un adolescente, sin proponérmelo. El profesor de historia que tuve en noveno grado lo sabe. Cada vez que en un reporte escolar escribí «medioveo» en lugar de «medioevo», anticipé la condición de caer en un estado donde paulatinamente comenzamos a perder de vista el progreso o, más bien, a perder de vista toda mentira que se nos dice acerca de la posibilidad de un progreso humano, que no es lo mismo. A nuestro alrededor, escuchamos el ruido ensordecedor de la música que no nos gusta, vemos en los periódicos los mismos titulares sobre violencia y corrupción que hemos leído un centenar de veces antes, reconocemos al fin no sólo la hipocresía de los políticos sino esta triste verdad: ellos rigen nuestras vidas cotidianas en un nivel apenas presentido. Y sin embargo todo lo novedoso, sospechosamente reincidente, continúa provocando estragos en nuestras billeteras con regular despejo.

Para dar un ejemplo de nuestra medieval aprehensión, nada cómo volver a los libros que cambiaron nuestras vidas durante nuestra adolescencia. Una muerte me ha recordado de esa etapa de mi vida y de uno de esos libros. Guillermo Cabrera Infante, que en algún momento firmó con el seudónimo de «Caín», murió esta semana a los 76 años en Londres, donde residía desde su exilio de Cuba, iniciado a mediados de la década de los sesenta. De la década de los sesenta del siglo veinte, por supuesto, niños infames. Como decía, tener cuarenta años es reconocer que soy lo suficientemente joven para maravillarme de que los adolescentes de ahora no hayan leído nunca Tres tristes tigres (1968), y soy lo suficientemente viejo para recordar el período en el cual surgió ese libro: el «Boom» de la narrativa latinoamericana. No, jovenzuelos, nadie voló en pedazos pero sí fue como una bomba la irrupción de tanto talento. Y ahora, ¡fuera! ¡O les pegaré con mi bastón si no me dejan escribir en paz!

Ser adolescente es desear. Desear intensamente cada minuto del día. El corazón y la respiración llevan la cuenta: la vida es un ritmo. A los doce o trece años, en casa de un amigo, vi una vez una revista con fotografías de mujeres desnudas y, al hojearla, creí que mi corazón explotaría. Una sola imagen bastaba para enriquecer un año de sueños húmedos. Mi época de gloria comenzaba. Esa época inocente, que el Internet y el acceso a las más grotescas variedades de pornografía parecen haber destruido, fue también una época cuando los libros valían oro. Y algunos autores, y algunos libros en particular, poseían, lo sabíamos, más quilates que otros por el poder para evocar un mundo rebelde y sensual a un mismo tiempo. Cabrera Infante era uno de ellos. No puedo explicar el gozo de leer por primera vez una novela tan lúdica como Tres tristes tigres. Tantos escritores hacen esfuerzos por inventar técnicas novedosas. A Cabrera Infante no le importaba inventar nada: le importaba contar historias, y las técnicas experimentales eran para él como los efectos especiales contratados para una superproducción verbal.

En una sola ocasión vi a Cabrera Infante. Fue en una universidad y, aunque no lo crean, la persona que lo presentó y lo entrevistó para el público estudiantil con suma inteligencia y humildad fue nadie más y nadie menos que Mario Vargas Llosa. En esa ocasión, Cabrera Infante habló con pasión sobre la influencia del cine sobre su obra, y un consternado Vargas Llosa trataba de argumentar con un cauteloso inglés que su narrativa no era muy «cinemática», es decir, no era muy visual. Sin embargo Cabrera Infante insistía en proclamar su amor por el cine y el influjo vital que había tenido para su carrera como escritor. He releído algunas de sus páginas y me doy cuenta de que Vargas Llosa tenía razón: Cabrera infante no es un escritor visual sino auditivo y, extrañamente, con un sentido muy agudo de los espacios. No es la imagen del mundo, sino su circundante sensualidad lo que nutre su escritura. Léase Tres tristes tigres para escuchar la ciudad de La Habana como un concierto de voces y sonidos. Y léanse las primeras páginas de Habana para un infante difunto (1979) para comprender cómo esa sensualidad es verdaderamente envolvente. Ahora comprendo. Cabrera Infante amaba el cine desde su simbólica butaca: desde el oscuro anonimato del espectador, el cine es una experiencia sensual. Son los sonidos, las voces en inglés y la efusiva música de cuerdas del cine de las décadas de los 30s y 40s y 50s, los que abrazan al espectador para llevarlo hacia la imagen y no al revés.

Es verdad que Cabrera Infante a veces se portaba como un imbécil. En una entrevista con el Paris Review describió las etapas de los escritores latinoamericanos del Boom por el pelo de sus caras. «Aren’t you being a little bitchy?» (No estás siendo un poco hijueputa?), le preguntó la entrevistadora, hastiada de su actitud. Y en Vidas para leerlas (1998), se recrea con demasiados «bochinches» malévolos sobre otros escritores. Contó, por ejemplo, como durante su época de agregado cultural de la revolución cubana en Francia, Alejo Carpentier se bajaba de su limosina una cuadra antes de llegar a su oficina, descendía al metro y salía en la otra esquina para pretender que se manejaba entre el pueblo sin malgastar los recursos de la revolución. Cuando leí eso, cerré el libro y lo tiré a un bote de basura. Aun si fuese cierto, no me importaba saberlo. Nadie ni nada pueden defender a un escritor que se porta como un imbécil sino el olvido. Lo que se espera de los escritores que uno ama es que el olvido sea selectivo: que se pierda todo menos su obra. La mayor gloria de un escritor sería perder el nombre para que su obra pase a ser obra del único autor sin recelos con su tiempo: Anónimo.

Quiero confesar que una de las tantas razones por la cuál me es imposible olvidar mis lecturas de Cabrera Infante es porque sus libros fueron una de las mayores fuentes de sensualidad de mi adolescencia. Esos libros eran manuales de resistencia, prontuarios para la imaginación, incluso guías para el «amor propio». No me refiero a la autoestima; me refiero a la masturbación, porque así la llamó Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto: amor propio. Y tenía razón. Cuando uno se masturba, al menos está teniendo sexo con alguien a quien ama. Y cuando es un joven el que lo hace, está aprendiendo a amarse a sí mismo. Gracias a Gabriel García Márquez, a Vargas Llosa y a Cabrera Infante, antes de cumplir los dieciséis años mi amor propio era muy, muy grande.

Jóvenes: no se masturben. ¿Qué estoy diciendo? Más bien: mastúrbense, y manchen los libros de sus padres, los de lecturas más sensuales, dejen atrás una huella duradera de su propia sensualidad. Cuando tengan mi edad apreciarán ese detalle. Pero no puedo dejar de advertirles lo que me advirtieron a mí. Como bien lo saben, la masturbación causa ceguera. Con el tiempo verán los indudables efectos. El pelo se blanquea y se cae; los dientes se llenan de cavidades; los huesos se hacen endebles; los músculos, fofos. A los cuarenta años alcanzarán la edad media y se sentirán grotescos, fuera de lugar, viejos. Pero si gracias a unos cuantos libros han aprendido a amar la vida más intensamente, entonces podrán decir: «Fue una larga y dura lucha pero valió la pena; ahora puedo vivir la otra mitad de mi vida como el huraño cascarrabias que merezco ser». Así que apártense, niños indecentes y déjenme leer en paz.

Viernes, 25 de febrero de 2005

Guillermo Cabrera Infante nació el 22 de abril de 1929 en Gibara, Cuba. Murió en Londres el 21 de febrero de 2005. Este artículo fue originalmente publicado en El Faro bajo el imprudente título de "No se masturben" en la edición de la semana del 28 de febrero de 2005.

18 febrero 2007

Cortázar

«Me hice muy amigo de Toño», escribió Julio Cortázar el 3 de marzo de 1949, «que es un hombre estupendo». Toño Salazar combatió, con su arte, la expansión del fascismo en Europa. Sus poderosas caricaturas enfurecieron al gobierno de Perón y, en 1945, Toño fue expulsado de Argentina. Esto provocó la publicación de un «mensaje» firmado por más de 30 artistas y escritores argentinos —Atahualpa Yupanqui, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, entre ellos.

Desde entonces, Cortázar amó al pueblo salvadoreño a través de sus mejores embajadores: los artistas. Sus amistades con Claribel Alegría, Roque Dalton, Roberto Armijo y muchos más están documentadas en sus cartas, poemas, cuentos y ensayos. Incluso, en 1965, le reporta a Arnaldo Calveyra haber despachado un informe urgente para la Unesco sobre «¡la educación en El Salvador!».

Sus cartas a Alegría, la «Jefita», son lúdicas y amorosas. Y sus cartas a sus amigos editores y traductores dejan muy en claro que fue su intervención directa lo que abrió el camino al lanzamiento internacional de la obra de Alegría. Cortázar revisó y corrigió la publicación de uno de sus libros en francés y eligió a los traductores de los otros. En una carta del 13 de abril de 1983, expresa una felicidad casi familiar al enterarse de que el hijo mayor de la «Jefita» se había largado de las filas de la guerrilla salvadoreña después del brutal asesinato de la comandante Ana María.

Para Cortázar, Roque fue su «Miguel Strogoff», un «mensajero tan seguro y tan amigo». Así se refirió a él en una carta a José Lezama Lima del 7 de enero de 1970, el año en que Roque renunció de Casa de las Américas.

En septiembre de 1975, al confirmarse la veracidad de los reportes sobre el cobarde asesinato de Roque en El Salvador, Cortázar escribió un sentido homenaje a su amigo salvadoreño, difundido y publicado alrededor del mundo. En una carta a Roberto Fernández Retamar, fechada el 30 de diciembre de 1975, Cortázar expresó una vez más su repulsa por ese crimen que profanaba la dignidad de todos los intelectuales latinoamericanos: «Para mí, cada día que pasa es un nuevo recuerdo de nuestro compañero y una bocanada de horror y de indignación frente a su asesinato».

A los 20 años de su muerte, es muy grato releer a Cortázar. A través de la pasión creadora que electriza cada uno de sus textos, se descubre su envolvente amor por la vida: leerlo es sentirse amado. Pero también es grato recordar lo que perdimos con su muerte y ya no podemos recobrar: que él nos amó como un hermano mayor y nos hizo sentir en familia con el mundo.

Originalmente publicado en La Prensa Gráfica el sábado 7 de febrero de 2004.


En el siguiente enlace puedes encontrar un poema de Julio Cortázar dedicado a El Salvador: La compañera.

10 febrero 2007

Desgracia

La compasión es una rara cualidad en la literatura moderna. Quizás porque es una cualidad muy rara en el mundo moderno. El Premio Nóbel de Literatura 2003, el novelista sudafricano J. M. Coetzee, tiene acceso a la fuente de esa rara cualidad humana.

Aún no estoy seguro cómo lo hace, cómo sucede el proceso que nos conduce hacia la compasión en sus novelas. No tiene nada que ver con estilo ni estructuras literarias, pero una novela suya, cualquiera de ellas, introduce al lector a una vida banal y lo lleva por la accidentada trayectoria de esa vida hasta un punto en que la compasión es posible.

Tampoco tiene nada que ver con arribar a un develamiento del significado de la vida: la mayor ilusión de la literatura y la vida. Una novela de Coetzee podría comenzar en el mismo punto donde termina y, sin mirar atrás, explorar los mismos personajes. Y la experiencia del lector sería la misma. Esto es lo que más perturba de sus novelas, cuyas historias ya son, por sí mismas, profundamente perturbadoras.

Coetzee expone, llanamente, la condición humana. Desgracia, publicada en 1999, es un buen ejemplo. Comienza con un escándalo sexual en una universidad: la relación entre un profesor de literatura y una estudiante. Parece materia para una película de Hollywood sobre la bancarrota moral de nuestra época, pero Coetzee da un giro inesperado a la historia y posterga indefinidamente el debate moral. O, más bien, lo deja en manos del lector para asumir un vistazo impasible a la condición política y social de Sudáfrica después del Apartheid.

Tal vez el nivel de empatía con «el otro» que Coetzee manifiesta en su prosa explique esa renuncia al debate moral:

«Algo sucede en esa estancia, algo innombrable: ahí es donde se arranca el alma del cuerpo, donde brevemente pende en el aire retorciéndose y contorsionándose; ahí es donde luego es succionada y desaparece. Lejos está de entender que esa estancia no es una estancia, sino un agujero en el que uno deja atrás la existencia gota a gota».
Esta es, por cierto, la descripción de un perro observando el exterminio de otros perros.

06 febrero 2007

Las aspirantes

Una perspectiva inédita del Teatro Presidente en San Salvador. Dos jóvenes aspirantes de la Escuela Nacional de Danza caminan detrás del escenario hacia los camerinos, en el 2006.