La secreta obscenidad de cada día
Cómo aprendí a reírme del fin de la historia
Durante el siglo XX pocos nombres espantaban a las instituciones de poder político y al status quo tanto como los de Sigmund Freud y Karl Marx, los «padres» del psicoanálisis y del comunismo. El «subconsciente» y la «lucha de clases» eran fuerzas incontenibles que emergían de la sociedad y de la historia, con el potencial para desencadenar hasta un millar de revoluciones por minuto en el campo de las ideas, pero también y, más peligrosamente, en el campo de la acción social, en el terreno de la historia viva. Al menos, así parecía. ¿A quiénes asustan estos nombres ahora? A inocentes colegialas.
Esta es la verdadera obscenidad que nadie quiere articular claramente: hemos tomado conceptos verdaderamente revolucionarios, que alteraron el curso de la historia y que profundizaron nuestra comprensión del ser humano para convertirlos en simples caricaturas. Si un artista dibujase esa caricatura, Quino por ejemplo, ¿cómo lo haría? Dibujaría dos viejos locos sentados sobre la banca de un parque. Allí, vestidos con impermeables, esperarían impacientes a que salieran las colegialas con el propósito de exponerles sus más perversas ideas. Con esta nítida premisa comienza una de las comedias más hilarantes y perfectas que se han escrito en Latinoamérica.
La secreta obscenidad de cada día de Marco Antonio De la Parra* es una parábola ética que recurre al bisturí de la ironía y al machete de la verdad para abrirse campo en el nuevo orden mundial de las ideas. El mundo ha cambiado muchísimo desde el estreno original en 1984, en el Teatro Camilo Henríquez de Santiago de Chile; sin embargo, la obra permanece asombrosamente fresca y actual, sobre todo en esta reposición que ha recorrido el continente desde el 2004 con su elenco original: los actores y psiquiatras León Cohen y De la Parra, que interpretan a Marx y a Freud, respectivamente. Durante la hora y media de su duración, la obra se transforma de una farsa sobre dos hombres perversos a una inquisición de la realidad política chilena (o latinoamericana) hasta aflorar en una sofisticada comedia de ideas. Sofisticada porque nunca deja de lado sus otros niveles cómicos: la comedia física, los gags de vodevil, la ironía verbal y la revelación sorpresiva se suman y entretejen en un marco conceptual en el que la muerte de las ideas revolucionarias expone la podredumbre de nuestras ideas contemporáneas.
Una de las fórmulas humorísticas más efectivamente usadas en esta obra es la frase de Perogrullo, la clara articulación de lo obvio: «Supongamos que el país estuviera cagado…». En un momento Marx cuenta que su madre, a quien culpa de incomprensión, lo confrontó un día con esta pregunta: «¿Por qué en vez de escribir El capital no amasas capital?». ¿Significa eso, se pregunta Freud, que todos los conflictos que se han dado en su nombre son culpa de su mamá? Esto es divertido no en un nivel político sino humano, y es en esa línea de humor que ambos personajes reconocen su soledad y se abrazan diciendo: «¿Cómo pudimos prescindir el uno del otro?».
El único elemento escenográfico, la banca de un parque, nos remite constantemente a una línea de interpretación realista de los sucesos que vemos sobre la escena. Algo muy malévolo podría estar ocurriendo. Regresemos al inicio: un hombre con gafas oscuras entra a un escenario vistiendo un impermeable, y casi de inmediato detectamos que no lleva puestos sus pantalones; se acerca a la banca y se sienta. Antes de que se diga una sola línea de diálogo, estos signos tan obvios nos indican que se trata de un exhibicionista; y entonces sale a escena otro personaje, también en impermeable. ¿Se trata de un encuentro fortuito entre dos hombres perversos? ¿Qué es lo que traman? La reunión de los dos hombres en esta banca en particular no es del todo casual, descubrimos. Frente a esa banca hay una institución escolar y, sí, hay colegialas que podrían ser víctimas de las intenciones depravadas de los dos hombres, pero también, y quizás más importante, es que durante el transcurso de la acción se está dando una reunión de padres de familia, representantes de la clase social más poderosa de Chile.
El intenso humor del diálogo proviene del combate verbal entre los dos personajes; cada uno hace todo lo que puede por prevalecer sobre el otro en esa banca del parque y en esa hora crucial. Ninguno quiere revelarle al otro ni su verdadera identidad ni sus intenciones. La tensión dramática de la primera parte de la obra proviene de los intentos de cada personaje por saber a quién se enfrenta. Y cuando uno dice llamarse Marx, sabemos que existe la clara posibilidad de que se trata de un seudónimo improvisado; es este acto lúdico lo que le da al otro personaje la pauta para presentarse con el nombre de Freud. Bajo esas identidades asumidas, cada cosa que los personajes digan a partir de ese momento estará abierta a múltiples interpretaciones. El diálogo, encubierto por eufemismos, paradojas, figuras retóricas y alusiones irónicas, revela y expone una realidad de verdades ocultas. De los argumentos y las justificaciones de los personajes emerge un panorama de terror subyacente que podría estar a la raíz del encuentro de estos dos hombres en ese momento en particular.
Al parodiar la situación histórica de Chile salvajemente, De la Parra permite que nos riamos de Marx y Freud —los personajes de la obra— pero con el fin de satirizar el estado de nuestras propias carencias: «los ideales que dejamos vacíos y vacantes». Si vemos a dos extremistas con identidades fingidas o a dos locos que se creen Marx y Freud, o si estamos, incluso, ante un encuentro figurado de estas dos personalidades en el marco de la historia actual es algo que cada espectador debe resolver. En todos los casos la ironía funciona por igual porque toda representación teatral se torna, más allá de la idea del teatro como imagen del mundo, en un símbolo del mundo como teatro.
El ejemplo más claro de cómo funciona este doble discurso se da cuando ambos personajes discuten el papel que jugaron durante la dictadura. Freud «interpretaba sueños». Marx colaboraba en planificar «autogolpes» y «confusos atentados». Era una época de terror de la que no estaban ajenas ni la tortura ni la desaparición. Durante esas revelaciones tenemos la sensación de escuchar confesiones humanas. Si estamos ante dos locos o ante las dos caras de una metáfora importa muy poco: la verdad histórica en cuestión atrae ambas perspectivas y las hace trabajar simultáneamente. Una interpretación literal no agota ni anula otras interpretaciones. Esto no se debe sólo a la pluralidad de sentidos que podríamos atribuir o descubrir en cada texto teatral, sino a una calculada ambigüedad estructural específica a este texto, y que se hace evidente con el último gesto: el desenlace de la obra contiene una violenta sorpresa.
Al final, el espectador descubre, entre otras cosas, que ha malinterpretado situaciones y comentarios sobre ciertos atributos de los personajes. El equívoco, mantenido a lo largo de toda la representación, es deliberado. El autor recurre reiteradamente a la dilogía para mantener al espectador en vilo: son numerosos los parlamentos, las expresiones o las situaciones que producen dos sentidos distintos. El genio de la obra radica en el virtuoso manejo de este procedimiento que, como descubrimos al final, es sistémico. La realización última de que podríamos estar ante una situación muy peligrosa, de que podríamos ser voyeurs de un drama real —quizás, incluso, concebido contra el público—, nos obliga a llevar a cabo una revaloración profunda de todo lo que hemos visto y escuchado. La innegable exigencia de ese cuestionamiento profundo de una historia es el radical acto político de este singular texto.
Paradójicamente, parece que el autor quisiera imponerle un solo sentido a su fábula, aboliendo en la inquietante resolución de la obra toda ambigüedad; pero esto es un acto inútil, puesto que es lo otro, todos esos ingeniosos retruécanos y equívocos sobre la realidad que hemos visto desarrollarse en escena, lo que perdura en la conciencia del espectador.
Es difícil imaginar esta obra en manos de actores jóvenes, y es posible conjeturar que este montaje debe ser mucho mejor que el original. Por sus edades, por su madurez personal y porque la obra está íntimamente ligada a sus vidas, los actores interpretan a sus personajes con una confianza y un entusiasmo vital que encaja plenamente con el delirante sueño que vemos en escena. Cohen, con sus gafas oscuras, tiene algo de acartonado que recuerda todas esas fotografías en las que Marx, la figura histórica, posa tan rígidamente. De la Parra interpreta a su personaje, o al psicoanalista francés, como a un cúmulo de síntomas neuróticos, tics nerviosos y deslices verbales que están a punto de desencajarlo físicamente. Cohen es muy bueno; De la Parra es sencillamente inolvidable.
La secreta obscenidad de cada día es una obra genial. No es teatro del absurdo, sino su opuesto: con una escritura lúcida y una concepción profundamente humanista, De la Parra parte de los absurdos de una realidad histórica que oculta su proceder —esa secreta obscenidad de cada día— para llevarnos a la búsqueda de una nueva coherencia. Una obra de teatro, por supuesto, no puede ser un tratado filosófico ni puede proponer un nuevo paradigma para un nuevo siglo, pero con esta obra De la Parra nos dice que el momento para comprender el estado de nuestros deseos y temores ha llegado y, por ello, la responsabilidad de articular la verdad sobre nosotros mismos. O como lo pone él en boca de Freud: «El dilema hamletiano del hombre latinoamericano de nuestro tiempo: ¿Hay que decirlo o no hay que decirlo?».
Hay que decirlo.
* Marco Antonio de la Parra (1952), médico psiquiatra y escritor chileno, nacido en Santiago. Fue agregado cultural de la Embajada de Chile en España durante varios años, y en 1998 fue designado miembro de número de la Academia Chilena de Bellas Artes. Como escritor, alcanza su mayor relieve en la dramaturgia: Lo crudo, lo cocido y lo podrido (1978), obra de denuncia de la situación del país durante la dictadura de Pinochet; La secreta obscenidad de cada día (1984), drama que bucea en oscuros conflictos interiores; La tierra insomne o La vida privada/La puta madre (1998), ejercicio acerca del ocaso del heroísmo, Premio Municipal de Literatura de Santiago. También ha cultivado la novela en El deseo de toda ciudadana (1986) y La secreta guerra santa de Santiago de Chile (1989); la crónica en La mala memoria (1997); la prosa de tema político en Carta abierta a Pinochet (1998); y, en sus inicios, el cuento. Ha recibido numerosas distinciones por sus obras.
2 comentarios:
Cuando esa obra vino al país -para un festival centroamericano creo- no pude entrar y me sentí frustrada. En muchas ocasiones me he quedado afuera porque siempre llego con el tiempo ajustado.
y gracias a este post, reviví esa cólera, pero también me enteré de qué trató, y hasta la pude imaginar...
un saludo.
Una obra bien escrita, montada y actuada. De las que he visto en el Teatro Poma, quizá ha sido la que ha tenido giros de lo más inesperados.
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