30 diciembre 2006

Tu nombre

¿Qué hace tu nombre en mi corazón? Juega todo el día. Es un nombre travieso, incansable. Me desordena los versos, me rompe las palabras más frágiles que tengo, pequeñas porcelanas traídas de un lejano oriente que sólo existe en los cuentos de hadas. Pero no me enojo. Me divierte ver los estragos que tu nombre hace en mi corazón. A veces lo regaño, cuando me distrae demasiado, y entonces se torna y me mira con sus letritas tan dulces y entonces no sé que decir, qué pensar. Me siento culpable. Y lo levanto hasta mis labios y le doy un beso y lo acaricio como se acaricia un nombre de mujer, escribiéndolo en una hoja virgen de papel, como se escribe un poema de amor. Pero ya es hora de dormir. Y lo llevo al cálido aliento de su cuna. Porque tu nombre se duerme pronunciado por mí, en mi boca. Los labios lo toman suavemente por la "ma" y con la punta de la lengua se desliza el "ria" que me lleva al golpe de la "bé", que necesita de todo mi aliento, de toda mi boca, para exhalar ese beso que te lleva al sueño.

23 diciembre 2006

Diario de una gusanita

A Ixquic

Primer día

Hoy salí de la tierra por primera vez. Todo es muy grande y me da miedo. Mañana exploraré el mundo.

Segundo día

La vida es bella.

Tercer día

Lo mismo de ayer.


Felices fiestas a todos

17 diciembre 2006

La secreta obscenidad de cada día

Cómo aprendí a reírme del fin de la historia

Durante el siglo XX pocos nombres espantaban a las instituciones de poder político y al status quo tanto como los de Sigmund Freud y Karl Marx, los «padres» del psicoanálisis y del comunismo. El «subconsciente» y la «lucha de clases» eran fuerzas incontenibles que emergían de la sociedad y de la historia, con el potencial para desencadenar hasta un millar de revoluciones por minuto en el campo de las ideas, pero también y, más peligrosamente, en el campo de la acción social, en el terreno de la historia viva. Al menos, así parecía. ¿A quiénes asustan estos nombres ahora? A inocentes colegialas.

Esta es la verdadera obscenidad que nadie quiere articular claramente: hemos tomado conceptos verdaderamente revolucionarios, que alteraron el curso de la historia y que profundizaron nuestra comprensión del ser humano para convertirlos en simples caricaturas. Si un artista dibujase esa caricatura, Quino por ejemplo, ¿cómo lo haría? Dibujaría dos viejos locos sentados sobre la banca de un parque. Allí, vestidos con impermeables, esperarían impacientes a que salieran las colegialas con el propósito de exponerles sus más perversas ideas. Con esta nítida premisa comienza una de las comedias más hilarantes y perfectas que se han escrito en Latinoamérica.

La secreta obscenidad de cada día de Marco Antonio De la Parra* es una parábola ética que recurre al bisturí de la ironía y al machete de la verdad para abrirse campo en el nuevo orden mundial de las ideas. El mundo ha cambiado muchísimo desde el estreno original en 1984, en el Teatro Camilo Henríquez de Santiago de Chile; sin embargo, la obra permanece asombrosamente fresca y actual, sobre todo en esta reposición que ha recorrido el continente desde el 2004 con su elenco original: los actores y psiquiatras León Cohen y De la Parra, que interpretan a Marx y a Freud, respectivamente. Durante la hora y media de su duración, la obra se transforma de una farsa sobre dos hombres perversos a una inquisición de la realidad política chilena (o latinoamericana) hasta aflorar en una sofisticada comedia de ideas. Sofisticada porque nunca deja de lado sus otros niveles cómicos: la comedia física, los gags de vodevil, la ironía verbal y la revelación sorpresiva se suman y entretejen en un marco conceptual en el que la muerte de las ideas revolucionarias expone la podredumbre de nuestras ideas contemporáneas.

Una de las fórmulas humorísticas más efectivamente usadas en esta obra es la frase de Perogrullo, la clara articulación de lo obvio: «Supongamos que el país estuviera cagado…». En un momento Marx cuenta que su madre, a quien culpa de incomprensión, lo confrontó un día con esta pregunta: «¿Por qué en vez de escribir El capital no amasas capital?». ¿Significa eso, se pregunta Freud, que todos los conflictos que se han dado en su nombre son culpa de su mamá? Esto es divertido no en un nivel político sino humano, y es en esa línea de humor que ambos personajes reconocen su soledad y se abrazan diciendo: «¿Cómo pudimos prescindir el uno del otro?».

El único elemento escenográfico, la banca de un parque, nos remite constantemente a una línea de interpretación realista de los sucesos que vemos sobre la escena. Algo muy malévolo podría estar ocurriendo. Regresemos al inicio: un hombre con gafas oscuras entra a un escenario vistiendo un impermeable, y casi de inmediato detectamos que no lleva puestos sus pantalones; se acerca a la banca y se sienta. Antes de que se diga una sola línea de diálogo, estos signos tan obvios nos indican que se trata de un exhibicionista; y entonces sale a escena otro personaje, también en impermeable. ¿Se trata de un encuentro fortuito entre dos hombres perversos? ¿Qué es lo que traman? La reunión de los dos hombres en esta banca en particular no es del todo casual, descubrimos. Frente a esa banca hay una institución escolar y, sí, hay colegialas que podrían ser víctimas de las intenciones depravadas de los dos hombres, pero también, y quizás más importante, es que durante el transcurso de la acción se está dando una reunión de padres de familia, representantes de la clase social más poderosa de Chile.

El intenso humor del diálogo proviene del combate verbal entre los dos personajes; cada uno hace todo lo que puede por prevalecer sobre el otro en esa banca del parque y en esa hora crucial. Ninguno quiere revelarle al otro ni su verdadera identidad ni sus intenciones. La tensión dramática de la primera parte de la obra proviene de los intentos de cada personaje por saber a quién se enfrenta. Y cuando uno dice llamarse Marx, sabemos que existe la clara posibilidad de que se trata de un seudónimo improvisado; es este acto lúdico lo que le da al otro personaje la pauta para presentarse con el nombre de Freud. Bajo esas identidades asumidas, cada cosa que los personajes digan a partir de ese momento estará abierta a múltiples interpretaciones. El diálogo, encubierto por eufemismos, paradojas, figuras retóricas y alusiones irónicas, revela y expone una realidad de verdades ocultas. De los argumentos y las justificaciones de los personajes emerge un panorama de terror subyacente que podría estar a la raíz del encuentro de estos dos hombres en ese momento en particular.

Al parodiar la situación histórica de Chile salvajemente, De la Parra permite que nos riamos de Marx y Freud —los personajes de la obra— pero con el fin de satirizar el estado de nuestras propias carencias: «los ideales que dejamos vacíos y vacantes». Si vemos a dos extremistas con identidades fingidas o a dos locos que se creen Marx y Freud, o si estamos, incluso, ante un encuentro figurado de estas dos personalidades en el marco de la historia actual es algo que cada espectador debe resolver. En todos los casos la ironía funciona por igual porque toda representación teatral se torna, más allá de la idea del teatro como imagen del mundo, en un símbolo del mundo como teatro.

El ejemplo más claro de cómo funciona este doble discurso se da cuando ambos personajes discuten el papel que jugaron durante la dictadura. Freud «interpretaba sueños». Marx colaboraba en planificar «autogolpes» y «confusos atentados». Era una época de terror de la que no estaban ajenas ni la tortura ni la desaparición. Durante esas revelaciones tenemos la sensación de escuchar confesiones humanas. Si estamos ante dos locos o ante las dos caras de una metáfora importa muy poco: la verdad histórica en cuestión atrae ambas perspectivas y las hace trabajar simultáneamente. Una interpretación literal no agota ni anula otras interpretaciones. Esto no se debe sólo a la pluralidad de sentidos que podríamos atribuir o descubrir en cada texto teatral, sino a una calculada ambigüedad estructural específica a este texto, y que se hace evidente con el último gesto: el desenlace de la obra contiene una violenta sorpresa.

Al final, el espectador descubre, entre otras cosas, que ha malinterpretado situaciones y comentarios sobre ciertos atributos de los personajes. El equívoco, mantenido a lo largo de toda la representación, es deliberado. El autor recurre reiteradamente a la dilogía para mantener al espectador en vilo: son numerosos los parlamentos, las expresiones o las situaciones que producen dos sentidos distintos. El genio de la obra radica en el virtuoso manejo de este procedimiento que, como descubrimos al final, es sistémico. La realización última de que podríamos estar ante una situación muy peligrosa, de que podríamos ser voyeurs de un drama real —quizás, incluso, concebido contra el público—, nos obliga a llevar a cabo una revaloración profunda de todo lo que hemos visto y escuchado. La innegable exigencia de ese cuestionamiento profundo de una historia es el radical acto político de este singular texto.

Paradójicamente, parece que el autor quisiera imponerle un solo sentido a su fábula, aboliendo en la inquietante resolución de la obra toda ambigüedad; pero esto es un acto inútil, puesto que es lo otro, todos esos ingeniosos retruécanos y equívocos sobre la realidad que hemos visto desarrollarse en escena, lo que perdura en la conciencia del espectador.

Es difícil imaginar esta obra en manos de actores jóvenes, y es posible conjeturar que este montaje debe ser mucho mejor que el original. Por sus edades, por su madurez personal y porque la obra está íntimamente ligada a sus vidas, los actores interpretan a sus personajes con una confianza y un entusiasmo vital que encaja plenamente con el delirante sueño que vemos en escena. Cohen, con sus gafas oscuras, tiene algo de acartonado que recuerda todas esas fotografías en las que Marx, la figura histórica, posa tan rígidamente. De la Parra interpreta a su personaje, o al psicoanalista francés, como a un cúmulo de síntomas neuróticos, tics nerviosos y deslices verbales que están a punto de desencajarlo físicamente. Cohen es muy bueno; De la Parra es sencillamente inolvidable.

La secreta obscenidad de cada día es una obra genial. No es teatro del absurdo, sino su opuesto: con una escritura lúcida y una concepción profundamente humanista, De la Parra parte de los absurdos de una realidad histórica que oculta su proceder —esa secreta obscenidad de cada día— para llevarnos a la búsqueda de una nueva coherencia. Una obra de teatro, por supuesto, no puede ser un tratado filosófico ni puede proponer un nuevo paradigma para un nuevo siglo, pero con esta obra De la Parra nos dice que el momento para comprender el estado de nuestros deseos y temores ha llegado y, por ello, la responsabilidad de articular la verdad sobre nosotros mismos. O como lo pone él en boca de Freud: «El dilema hamletiano del hombre latinoamericano de nuestro tiempo: ¿Hay que decirlo o no hay que decirlo?».

Hay que decirlo.


* Marco Antonio de la Parra (1952), médico psiquiatra y escritor chileno, nacido en Santiago. Fue agregado cultural de la Embajada de Chile en España durante varios años, y en 1998 fue designado miembro de número de la Academia Chilena de Bellas Artes. Como escritor, alcanza su mayor relieve en la dramaturgia: Lo crudo, lo cocido y lo podrido (1978), obra de denuncia de la situación del país durante la dictadura de Pinochet; La secreta obscenidad de cada día (1984), drama que bucea en oscuros conflictos interiores; La tierra insomne o La vida privada/La puta madre (1998), ejercicio acerca del ocaso del heroísmo, Premio Municipal de Literatura de Santiago. También ha cultivado la novela en El deseo de toda ciudadana (1986) y La secreta guerra santa de Santiago de Chile (1989); la crónica en La mala memoria (1997); la prosa de tema político en Carta abierta a Pinochet (1998); y, en sus inicios, el cuento. Ha recibido numerosas distinciones por sus obras.

12 diciembre 2006

La Muestra Nacional de Teatro 2006

Opciones y visiones para el futuro

Estimado público y colegas de las artes escénicas:

Cuando se inauguró la Muestra Nacional de Teatro en el 2001, se estableció una pauta de presentaciones que contradecía la razón de ser por la cual ésta había sido creada. La idea original proponía instaurar un marco para el lanzamiento de nuevas obras teatrales montadas por grupos nacionales. En otras palabras, la Muestra era una ofrenda del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura) al público salvadoreño: un verdadero anticipo de las nuevas inquietudes de los artistas del teatro.

Pero durante los últimos cuatro años la Muestra se convirtió, por una variedad de razones, en una revista de lo que se había creado durante el transcurso del año. Esto no es malo, pero significa que la Muestra ya no es la sala de parto del teatro salvadoreño, sino el lugar donde las obras llegan a exhalar su último aliento. Lo que sí es negativo, es que —con una o dos excepciones concretas— Concultura no invierte en las visiones creativas de los artistas.

De ninguna manera quiero decir que el ente cultural del país debería convertirse en un productor de teatro. No creo, en lo absoluto, que el estado debería ser el generador de obras de arte, tal y como Federico Hernández Aguilar lo afirmó la noche del 10 de diciembre durante la clausura de la Muestra. En este sentido, el camino que ahora se vislumbra con la Escuela Nacional de Danza es una aberración, porque los grupos de teatro y danza, en cualquier parte del mundo, deben aprender a convertirse en productores y creadores con plena autonomía institucional, fuera de toda intervención y sentido de dependencia estatal. Por eso es clave que hablemos de inversiones enfocadas en los aspectos centrales del desarrollo teatral y no en subvenciones.

Un ejemplo muy claro de que una institución cultural puede invertir en la creación de obras originales y autónomas es la Muestra Nacional de Danza Independiente —también financiada por Concultura—, que se ha ganado niveles más altos y consistentes de participación de público precisamente porque se trata de una oferta de espectáculos completamente novedosa. En este caso Concultura no compra obras, sino que invierte una cantidad mínima en los grupos independientes mejor calificados para producir obras nuevas, y como resultado el público tiene la confianza de esperar un nivel de calidad más consistente en comparación con la Muestra Nacional de Teatro. Dado que el movimiento de danza contemporánea en El Salvador es todavía incipiente, esta pequeña inversión anual se ha convertido en el principal estímulo para el desarrollo técnico y profesional de los grupos independientes.

Necesitaba hacer esta larga introducción para decir algo que sé que va a molestar a mucha gente. Pero es algo que para mí es claro a primera vista, y es que los mayores logros del teatro en El Salvador durante el 2006 no están reflejados en la Muestra Nacional. En este punto tengo que advertir que este año la muestra tenía un componente muy fuerte y positivo de teatro para niños. No me voy a referir al teatro para niños en esta ponencia porque esto merece un capítulo aparte, pero hay algunos puntos generales que vale la pena examinar con respecto al teatro para adultos.

El punto más obvio es que la Muestra no parece contar con un proceso serio de selección. Yo sé que las obras fueron escogidas por un comité, pero los criterios que se han utilizado son demasiado elementales y demasiado abiertos. Esto no puede continuar. La Muestra, este año, fue demasiado pobre y no tiene por qué ser así. Una de las ideas originales con la que fue concebida, es que debía ser competitiva y, como consecuencia de esto, que también podría ser un trampolín para llevar las mejores obras nacionales al resto de la región centroamericana y a los festivales internacionales. Esa visión se ha perdido y necesita ser recobrada. Si a manera de ejercicio yo utilizo esa norma, entonces tengo que admitir que sólo vi un espectáculo en la Muestra de Teatro que reúne los criterios de calidad para representar a nuestro país en el extranjero: “Baby Boom en el paraíso”, el monólogo escrito por la costarricense Ana Istarú e interpretado por Regina Cañas bajo la dirección de Roberto Salomón. Esto es increíble porque este montaje ya tiene más de dos años de estarse presentando en el país y, por lo tanto, no pertenece en la Muestra de este año en lo absoluto, sobre todo porque, obviamente, no necesita de la Muestra para afirmar su calidad y su vigencia.

Y esto nos lleva al papel generador que sí juega el Teatro Luis Poma, un teatro que cuenta con apoyo de la empresa privada, pero, mucho más importante, que ha creado un público fiel. Cuando se creó la Muestra Nacional de Teatro, se pretendía responder a un vacío de espacios permanentes y dedicados a la producción, presentación y proyección del teatro salvadoreño. El estado no estaba solo al reconocer esa necesidad. De ahí que se haya fundado el Teatro Poma, que tiene el apoyo del Grupo Roble. En los últimos dos años también Fepade ha abierto las puertas de su excelente espacio teatral a la producción escénica nacional. Esto significa que una de las razones de ser de la Muestra Nacional de Teatro ya no existe. Pero a diferencia de la Muestra durante los últimos cinco años, el Teatro Poma sí necesita mantener criterios de calidad; de otra manera perdería a su público y perdería el favor de los medios. Y la verdad es que cada año durante los últimos cuatro años, el Teatro Poma se ha esforzado en darnos una muestra del mejor teatro que se produce en El Salvador. Si no reconocemos esto y comprendemos lo que esto significa, y si Concultura no toma acción para responder a este desafío e invertir en el futuro del teatro salvadoreño en lugar de subsidiarlo sin criterios de desarrollo, no veo ninguna razón por la cual la Muestra Nacional de Teatro deba continuar.

Otra observación que necesitamos hacer con respecto al Teatro Luis Poma, es que ya no depende exclusivamente del teatro producido en El Salvador para sus temporadas. Dos de las obras de teatro más vistas este año por un público que quería ver teatro y que estaba dispuesto a pagar para gozar del teatro fueron obras costarricenses. Esto va a continuar, estoy seguro, porque la tendencia en toda Centroamérica es por una regionalización del teatro. Y lo único que esto significa para el teatro nacional es que cada vez va a enfrentar una mayor competencia en términos de calidad y en términos de contenidos de interés para el público. El teatro salvadoreño necesita tomar provecho de esta tendencia, y asumir el reto de crear obras que puedan trascender las fronteras nacionales.

Los tres montajes más memorables que vi este año no están presentes en la Muestra Nacional de Teatro. Uno de ellos, “Las tres caras de Eva” de Eunice Payés, una pieza muy teatral de danza contemporánea, no fue ni siquiera considerada para inclusión en la Muestra y comprueba que todavía se tiene una visión muy estrecha de qué es el teatro; esta fue una pieza encantadora como pocas sobre el amor y el matrimonio, actuada por dos bailarinas y una actriz muy jóvenes; gracias al trabajo formador de Payés las tres intérpretes llevaron su expresividad física y emocional al límite. Otro montaje, “Sabor a miel” de Roberto Salomón, demuestra que sí es posible tomar y dar forma a ese talento disperso que existe en el país y crear con esa suma de talentos una obra entretenida, conmovedora y crítica de la sociedad en que vivimos; los actores sólo pueden crecer como artistas si se llevan a escena buenos textos en montajes creativos, y “Sabor a miel” nos dio la oportunidad de ver a Leandro Sánchez y a Karen Castillo superarse a sí mismos en actuaciones que los exponía viviendo el momento y tocando a fondo sus sentimientos. Y un tercer montaje, también de Roberto Salomón, aunque con la visión de Naara Salomón pulsando en cada poro, fue “Ángel de la Guarda”; ahora bien, necesito aclarar de que yo soy el autor de este texto, pero hablo aquí de un hecho teatral, no literario; esta producción demostró que la audacia aún es posible en el teatro salvadoreño; la obra explora un tema tabú, con una puesta en escena que no se subordinaba al texto, sino que se suma a él, enriqueciéndolo, y además requiere de una actuación con un amplio registro emocional, la más impresionante muestra del compromiso y el talento de Naara que yo he visto hasta la fecha.

Este año también vimos una integración muy eficaz del trabajo de artistas plásticos a las más variadas producciones. Una instalación de viejas puertas y láminas de construcción fueron suficientes para crear el entorno precario y hacinado de muchos barrios salvadoreños en la escenografía de la Negra Álvarez para la obra “Sabor a miel”. Rossemberg recreó el espíritu sublime y tierno de una boda en “Las tres caras de Eva” con un mínimo de elementos: papel blanco y un vestido de novia elevado hasta el punto más alto del escenario. Y hay otros ejemplos.

Todo esto significa, a mi manera de ver, que el teatro salvadoreño está viviendo un momento muy importante de transición. En los próximos dos años, el nuevo teatro salvadoreño, o nacerá del todo o morirá prematuramente. Por otra parte, aunque es verdad que la Muestra Nacional de Teatro no nos da suficientes elementos para valorar el estado en que se encuentra nuestro teatro, tampoco es necesario que lo haga. Pero si ese es el caso, entonces necesitamos regresar a esa visión original para la cual la Muestra fue creada y exigirnos, cada vez y cada año, más y más de nosotros mismos.

Muchas gracias.


Jorge Ávalos presentó esta ponencia el domingo 10 de diciembre de 2006 en el Auditorio Pedro Geoffroy Rivas, del Museo Nacional de Antropología. La imagen muestra una escena de Las tres caras de Eva de Eunice Payés; tomé la fotografía durante la Muestra Nacional de Danza Independiente 2006.

Postcript

Quiero consignar un par de enlaces. Para los que buscan una reflexión sobre el tema deberían leer la que hace Ixquic sobre las muestras de artes escénicas en su bitácora Xibalbá. Por otro lado, creí que el panel que cerró la Muestra Nacional de Teatro no había sido cubierto por los medios, pero Suchit Chávez escribió una nota en La Prensa Gráfica.

06 diciembre 2006

La crítica

Una crítica de teatro es un texto que pertenece a la esfera de acción del periodismo. Como tal, el lector debe esperar algunas de las mismas cualidades literarias y éticas que debe esperar de cualquier periodista en cualquier medio.

La diferencia fundamental entre un texto crítico y una nota periodística es que el crítico reporta y descifra el hecho estético, el producto final de una producción escénica. Y para ello debe presenciar y escribir sobre la misma obra que el público ve y bajo las mismas condiciones.

Un crítico no es un juez, es un testigo. Por esto, su conciencia ética le exige que cada juicio de valor esté sostenido por un ejemplo concreto y que cada conclusión emerja, inevitable, del discernimiento honesto de la obra en cuestión. El texto crítico es la piedra de toque de un diálogo que le permite al espectador sacar sus propias conclusiones.

No es labor del crítico contar el número de personas que asisten a una función, o si los espectadores rieron o lloraron, aplaudieron o abuchearon, porque todas estas cosas pertenecen al fenómeno social del teatro. El crítico enfoca sus sentidos en el presente: sólo está a prueba lo que ocurre en escena. La trayectoria y la formación de los artistas involucrados son siempre cosa del pasado.

El público como fuerza colectiva es amoral. Busca satisfacer una necesidad muy básica: quiere divertirse. Y tiene derecho a ello porque paga con su dinero para ganarse ese derecho. Quiere placer emocional o intelectual, entretenimiento, y cuando al mismo tiempo recibe iluminación racional o espiritual, la acepta como un valor agregado.

Los actores son igualmente amorales. Se montan sobre sus frágiles egos y con un narcisismo atlético dan saltos al vacío iluminado del escenario para ganar la aceptación y el aplauso de ese público amoral. Y en el camino, muchos de ellos logran algo que roza la divinidad: se convierten a sí mismos en objetos de arte, efímeros en escena, eternos en la memoria.

* Este artículo fue originalmente publicado en La Prensa Gráfica, Marzo 6, 2004. Tomé la fotografía en el 2005 y muestra a Naara Salomón en La gata sobre el tejado ardiente de Tennessee Williams, dirigida por Roberto Salomón.

05 diciembre 2006

El Doctor Vidriera

Tony Perdomo murió el 18 de diciembre de 2005 a los 61 años. Algunos meses después alguien me dijo que Tony había hecho todo lo posible para morir sobre las tablas. Quien interprete esto como un comentario cruel, no conoció a Tony. Su tardía carrera como actor duró sólo doce años, pero fue suficiente para dejar su particular huella artística en el ámbito teatral salvadoreño.

Era un aficionado y lo reconocía, pero tenía un don para transformar sus idiosincracias personales en atributos. En su última actuación integró sus achaques físicos tan bien a su personaje, el cura en La gata sobre un tejado ardiente, que creímos que la fragilidad del actor era la fragilidad del personaje.

Escribí un breve monólogo para él, pero creo que nunca se representará porque lo escribí para el tipo de personaje que sólo él podía interpretar: excéntrico en la inmovilidad, sereno en el movimiento, con un severo enfoque durante sus parlamentos y con una transparencia casi fantasmal cuando el momento escénico le pertenecía a otros actores. Por esta última razón yo lo llamaba, en privado, el Doctor Vidriera.

Algunas de las conversaciones más divertidas que he tenido sobre el teatro se las debo a él, en parte porque era un erudito del mal teatro. No en balde dirigió por cuatro años la Muestra Nacional del Teatro Salvadoreño. Sea este un homenaje a quien nos hizo sonreír con su sola presencia.

* Tomé la fotografía en el 2005 y muestra a Tony Perdomo, al centro, junto a Mercy Flores. Herbert Quezada y Rubidia Contreras aparecen al fondo. La obra es La gata sobre el tejado ardiente de Tennessee Williams, dirigida por Roberto Salomón.

Quinta muestra nacional de teatro

Este es el calendario de eventos de la 5ta muestra nacional de teatro "Tony Perdomo".