29 noviembre 2006

El Titiritero

Primer Acto

Enero de 1980

En la Plaza Libertad, ante un público de miles de personas apretujadas, se levanta un pequeño escenario vertical, hecho de tubería de metal y lonas negras, de metro y medio de ancho por dos metros de alto. En la boca del escenario de títeres, una rana verde canta una canción de Paco Ibáñez: “Un mundo al revés”.

El público ríe. De pronto, se escuchan disparos. Alguien grita: «¡Balacera! ¡Balacera!» La gente huye despavorida. Sólo la Ranita Aurora permanece en su sitio. Interrumpe su canción y comienza a gritar con su voz chillona: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa?» Alguien le responde, como si esa rana de trapo fuese una persona: «La Guardia está disparando, ¡vámonos!».

La Rana Aurora comienza a correr de un lado a otro del pequeño escenario, gritando: «¡La Guardia! ¡La Guardia! ¡Corramos!» Quince minutos después, la plaza está vacía, excepto por guardias armados que miran con la boca abierta a una rana verde que les pregunta si ya pasó el «despapaye».

Segundo Acto

Abril de 1980

En el sótano del Teatro Nacional, un joven aprendiz de 16 años le pregunta a su maestro de teatro de títeres qué es toda esa maquinaria bajo el escenario. «Es un inmenso gato hidráulico», responde él. «Y, ¿para qué sirve?», pregunta el aprendiz. «Permite que el proscenio suba y baje, como un elevador». «Y, ¿para qué?» «Para qué el público vea que sube y baja», explica. «¡Ah!», exclama el aprendiz.

Tercer Acto

Octubre de 1980

Los alumnos del titiritero realizan una función en la pequeña sala del Teatro Nacional. El titiritero mismo está actuando, sus muñecos sobre su cabeza. Un niño se para detrás de su padre para verlo actuar; el aprendiz nunca ha visto al hijo del titiritero sentarse con el público. Tiene razón. Es fascinante ver a su padre así: cuando se olvida de sí mismo, cuando es todos sus personajes a la vez.

Epílogo

Noviembre de 1983

Plena guerra. Ya el telón se ha cerrado. Roberto Franco, el titiritero, ha desaparecido. Otros muñecos comienzan a despertar, aquí y allá, en otras plazas, en todas partes.

* La foto es del grupo Tuchán (Nuestro Pueblo), y fue tomada en el Teatro Nacional el 29 de noviembre de 1980, el día que presentamos la pieza para títeres El gallo, el rey del mundo. Los que participamos en el montaje y aparecemos en la foto son: en la fila de atrás, de izquierda a derecha, Edwin Pastore, Roberto Franco, Susana Moreno y Cecilia; en la fila de enfrente, también de izquierda a derecha, yo (Jorge Ávalos), Napoleón, Gabriel y Anny. Yo tenía entonces 16 años. En 1981, yo estaría en San Francisco y Susana en México. Anny, la novia de Roberto en ese entonces, se unió a la gerrilla y murió en combate en 1981. Roberto "desapareció" en noviembre de 1983, presuntamente asesinado por miembros del Movimiento Obrero Revolucionario, seguidores fanáticos de Cayetano Carpio. Edwin llegó a dirigir el Teatro Universitario de la UES, y después trabajó con otros grupos; lo volví a ver en Nueva York en 1990, creo, cuando llegó como actor de la obra La misma sangre al Festival Latino. No sé que sucedió con Napoleón, quien hizo el papel del gallo, pero era un gran actor. Tampoco sé que sucedió con Cecilia ni Gabriel. Tengo esta foto gracias a Susana.

25 noviembre 2006

Hogar


Toda mujer lleva
un hogar arraigado
dentro de sí.
Y cada vez que un hombre
lastima a una mujer,
cada vez que un hombre
injuria o golpea a una mujer,
ese hogar interior
se estremece,
y en el dormitorio
se hace pedazos un espejo,
y en la sala es desgarrada
una cortina,
y de la despensa
caen
con violencia los cuchillos.

Jorge Ávalos
1990

* La imagen muestra una conocida instalación de Ronald Morán sobre la violencia intrafamiliar. Esta fue la primera encarnación, presentada durante la exposición Habitart en julio de 2004 en San Benito, donde tomé la fotografía.

19 noviembre 2006

Plumas


Hace algunos años, en Nueva York, una mujer me amó después de verme bailar ballet. Mi maestra de danza se llamaba Oona, un nombre finlandés que se pronuncia «Una», y ese día había traído a una bella amiga a su clase. Ambas eran estudiantes de Juilliard y verdaderas fanáticas del método creado por el célebre coreógrafo José Limón. La amiga de Oona, a quien yo llamaba «Dos», se rió de mí a carcajadas cuando me vio bailar.

—¿Por qué demonios estás en una clase de ballet? —me preguntó.

—Porque sabía que aquí podía conocer a una mujer como tú —le contesté.

Es el tipo de cosas que uno dice para esquivar un bochorno y ganar puntos en la escala de simpatía. La verdad era otra: amo la danza desde los cuatro años.

A veces el destino nos depara ser una tercera persona en la trama de un amor imposible, aunque irresistible por esa misma razón. Cuando estaba en el kindergarten del Sagrado Corazón de Jesús, mi hermana María Eugenia, de cinco años, se unió a una producción estudiantil de El lago de los cisnes. Mi hermana era gordita y tenía los pies planos, así que el instructor sólo le enseñó a entrar, dar vueltas y salir del escenario. María Eugenia aceptó ese trato en silencio porque su amor por el ballet era más grande que su orgullo infantil.

La noche del estreno vimos el nacimiento de una pequeña estrella: una niña llamada Carmen Aída Alcaine bailó como un ángel. Por su lado, mi hermana se convirtió en la otra atracción de la noche, pero por las razones equivocadas. Las plumas de su tutú estaban mal cosidas y a cada giro salían volando por todo el escenario. Yo armé un escándalo cazando plumas y me mandaron a casa.

«Dos» se rió conmigo cuando le conté esa historia. Eso no significa que dejó de reírse de mí cada vez que me veía bailar. Acepté su brutal honestidad porque mi amor por ella era más grande que mi orgullo. Aunque me había ganado su corazón, ella no perdió su razón por mí. ¿Pero qué importaba? Sobre todo si algún día —como en este día— yo podía presumir de haber amado a mi mejor y más dura crítica.

La fotografía la tomé en el Teatro Presidente de San Salvador en marzo de 2002, y muestra a Marta Castellón de la Escuela Nacional de Danza, poco antes de salir a escena.