El juego del olvido
Danzón Park con el Teatro Rufino Garay
Por Jorge Ávalos
«
Danzón Park», ha escrito Arístides Vargas, «nos cuenta cómo el héroe mata al traidor que no es otro que él mismo».
Esta es la sinopsis más perfecta de esta admirable obra escrita por el director y fundador del grupo Malayerba, y dirigida por él y Charo Francés para el Teatro Justo Rufino Garay de Nicaragua. Si se busca su dimensión semántica, su significación, ésta parte de ese principio organizativo de la fábula que él nos cuenta.
El motivo del héroe que busca a su traidor y resulta ser él mismo es un «procedimiento recurrente en el mundo de la literatura», admite Vargas. Es el tema de Edipo Rey, por ejemplo. Pero esa descripción tan concisa y directa, que le confiere un sentido inmediato al texto, no elimina ni el goce estético ni la ambigüedad de significación de su puesta en escena. Utilizo la palabra ambigüedad en lugar de la palabra pluralismo porque creo que en este caso tenemos una obra cuyo sentido está cerrado por su autor deliberadamente. Esta es, únicamente, la historia del héroe que mata al traidor que no es otro que él mismo. Y es la historia que Vargas decide montar en Nicaragua. La alusión a Edipo Rey no es, por lo tanto, accidental. Multitudes asistían a las representaciones de la obra de Sófocles conociendo de antemano el desarrollo de su fábula y su trágico desenlace. Para los lectores modernos, el antiguo teatro griego es reducido con frecuencia a una formalidad literaria: poesía dramática que despliega la relación entre héroes y dioses, en la clásica configuración del mito. Pero para los espectadores coetáneos de Sófocles, los actores de Edipo Rey encarnaban su historia y sus pasiones espirituales.
Desde esa óptica, en un juego intertextual e interlúcido, Vargas concibe, escribe y dirige una puesta en escena que constituye un acto ritual, una experiencia mágica, un encuentro pasional del espectador con una forma particular de heroicidad traicionada que emerge con la posguerra: «Este héroe extralimitado porta al traidor, es más, ha sido sustituido por él. Dicho cambio se ha operado sutilmente porque la heroicidad se ha transformado en un rótulo, en un título, una cuota pagada a la historia, cuota que legitima todo, incluso la traición».
René Medina Chávez interpreta a Arcos, un soldado condecorado durante la guerra, y Lucero Millán interpreta a Leda, su esposa, que sufre de sonambulismo y está enamorada de otro hombre, de un «joven traidor». Arcos es, como él mismo dice, «un héroe que ha perdido contundencia». Ambos, Arcos y Leda, sufren la traición del pasado. Para él, la historia se desmaterializa y, con ella, su identidad histórica. Ella se abandona a sus memorias de felicidad, sueña con un encuentro amoroso ocurrido diecisiete años antes en una pista de baile.
«Siempre hay alguien que controla y merodea nuestra existencia», dice Arcos como un melancólico Otelo. Y el papel de ese alguien, que combina la premura de un hada madrina con la habilidad para la intriga de Iago, lo cumple la Tía Yoga, interpretada por Alicia Irene Pilarte, quien enuncia líneas como ésta: «Se empieza traicionando a un marido y se termina traicionando a un país». El personaje de Tía Yoga es fascinante tanto por su modelo de representación como por su carácter. La interpretación de Pilarte oscila entre la caricatura y el patetismo: «Yo sé que soy una vieja ridícula… la naturaleza me negó el recurso de la belleza». Pero son sus hábiles maquinaciones, su denegación del pasado y su inclinación por la destrucción de los antiguos sueños e ideales, lo que mueve la trama hacia su trágico desenlace.
La estructura fantástica de la fábula, que se aproxima a la ciencia-ficción, implica una de dos cosas: que Arcos viaja al pasado o que participa del sueño de Leda. De una o de otra manera, él realiza un viaje que lo lleva a Danzón Park para cometer un crimen que no quiere consumar pero que está condenado a realizar: el asesinato de los sueños de su juventud. Ese poderoso sentido de fatalidad encauza la línea de acción continua de la obra, que sigue un trayecto emocional imperturbable de principio a fin. Todo sucede dentro de una burbuja de tiempo, figurada por un diseño escenográfico que anula visualmente el espacio escénico, manteniendo la mayoría de las secuencias en la oscuridad, los actores selectivamente iluminados.
Tanto los textos como las acciones de la obra se sienten paródicos. El posicionamiento fantasmal de los cuerpos, las repeticiones de los actos, las cuadros estáticos, la evolución de las acciones hacia imágenes icónicas como la composición de Arcos con un cuchillo empuñado en alto, contribuyen a crear ese efecto de interlucidez, de actos realizados con plena conciencia de que citan gestos o imágenes de otras obras, o de otros actos, pero que al final sólo se remiten a sí mismos. Este encadenamiento dinámico de las imágenes creadas por los actores, y que produce un efecto de revelaciones en flujo, acompaña la intertextualidad de la obra de Vargas en un juego que él ha sabido explicar mejor que nadie:
«Debo decir que escribo teatro como ejercicio ético y entiendo el espacio escénico como el lugar donde las personas dilucidan ciertos mecanismos para no ser jodidos, o por lo menos no ser siempre jodidos; claro que estos mecanismos son ilusorios, por lo tanto no tienen ninguna trascendencia práctica; es decir, que no sirven más que para jugar. Tal vez, al final, sólo nos espera un juego, un juego solitario y discontinuo, un juego que como todos los juegos merece ser tomado en serio».
Parte del juego de este montaje incluye una elección de casting que rechaza toda noción de realismo: el traidor —Arcos en su juventud— es interpretado por Verónica Castillo, una menuda actriz cuya presencia contrasta radicalmente con la del alto y delgado Medina Chávez, quien interpreta al mismo personaje en su madurez. Pero nada en esta puesta en escena es realista. Durante la secuencia de un sueño, con Arcos y Leda acostados sobre el piso, se alternan movimientos de rotación corporal con textos muy poéticos que son recitados por los actores. Los tres espacios escénicos, la casa, el camino y Danzón Park, son creados por el simple reposicionamiento de tres mesas, que funcionan como bloques de construcción, consolidando así el espíritu de juego de toda la obra. Los efectos de audio, que amplifican sensaciones —sea con una gota de agua o con una pista de música— son sumamente efectivos.
El teatro de Vargas es un teatro de imágenes poéticas, en el que los elementos verbales y visuales se contraponen para crear un nuevo tipo de dramaturgia. La palabra y la imagen escénica se convierten en dos discursos paralelos, antagónicos a menudo, que el espectador sólo puede resolver creando una síntesis, y con ella, un nuevo discurso. He aquí una obra donde cada espectador es, en efecto, un creador. Influido por el realismo mágico, las puestas en escena de Vargas crean atmósferas que se abren a las fuerzas del pasado, a la concepción cíclica de la memoria, no de la historia. Pero en
Danzón Park la ironía de la intertextualidad y la interlucidez —ese entrecruce de las distintas formas que un espectador tiene de tomar conciencia— crean un contrapunto activo (o un «contratexto», como me puntualizó la actriz Alejandra Nolasco) al aspecto mágico de la obra. A pesar de su conjuro ilusionista, o gracias a él, esta es una obra que satisface profundamente, que sana algo en nuestro espíritu que no sabíamos estaba herido.
Ficha técnicaActúanArcos: René Medina Chávez
Tía Yoga: Alicia Irene Pilarte
Arcos Joven: Verónica Castillo
Leda: Lucero Millán
DirigenCharo Francés y Arístides Vargas
Autor: Arístides Vargas
Técnico de Luces y Sonido: Félix Gutiérrez
Fotos: Oscar Cantarero y Glenn Moores
Diseño de Afiche: Raúl Quintanilla
Fotos para afiche: Rodrigo González
Diseño de Programa: Edwin Berrios
Coordinación de Producción: Lourdes Reynosa
Música: Kronos Quartet, Dogproep
Directora del Teatro Justo Rufino Garay: Lucero Millán
Esta obra fue originalmente producida en el año 2003
Contacto: rufinos@alfanumeric.com.ni